"El secreto de ser aburrido es decirlo todo"

Voltaire.

lunes, 22 de septiembre de 2014

EL DOGMA.

La implantación del modelo neoliberal no sólo tuvo  como consecuencia el estallido de la crisis financiera. Trajo algo casi peor: la eliminación completa de cualquier otra forma de entender la política económica.  Hizo pensar a los ciudadanos que no hay otra alternativa, que la economía es así y no queda otra.
“Es sorprendente el número de tonterías que se pueden creer temporalmente si se aísla uno demasiado tiempo del pensamiento de los demás, sobre todo en economía”.
John M. Keynes.


El juego de las adivinanzas puede ser un recurso entretenido para matar el tiempo en un viaje o un recurso fácil e infalible de un programa de televisión. Pero también puede ser útil para sacar conclusiones, si la solución a cada pregunta resulta sorprendente, inesperada.  En ese caso nos puede hacer pensar.  Es esto último lo que pretendo. A eso vamos. Empezamos…¡ya!

Primera prueba.

“Con fines de socialización, el suelo, los recursos naturales y los medios de producción pueden ser situados bajo un régimen de propiedad colectiva o de otras formas de gestión colectiva por una ley que fije el modo y el monto de la indemnización”.

Hagamos un ejercicio de imaginación. ¿A qué pertenecen este párrafo? Es un precepto incluido en una constitución. ¿Cuál? La de Ecuador.  No, no es esa. ¿Tal vez la de Bolivia? Tampoco. Se trata del artículo 15 de la constitución alemana. La Ley Fundamental para la República Federal de Alemania. Ese es su nombre exactamente. Sí, la misma de la que proviene el poder de Angela Merkel. Obviamente no se ha incluido en ella tal cosa durante el mandato de la actual canciller. Su origen está en el de la propia constitución, en 1949. Estaba naciendo la nueva Europa, la que acordó el desarrollo  del Estado de Bienestar como signo de identidad y motor del crecimiento.

Sigamos jugando a las adivinanzas. Segunda prueba.

-Un país donde el tipo impositivo máximo, el que pagaban a Hacienda los que más ganan, era el 91 por ciento.

Resulta difícil ¿no?  Podría ser, por ejemplo, algún país con un gobierno populista. Pero no es así.  Era Estados Unidos. Y no un año de locura: entre 1951 y 1963. Fue el periodo de mayor crecimiento de la economía norteamericana y posiblemente el periodo de mayor prosperidad de la historia. De hecho, entre 1940 y 1980 el tipo máximo del IRPF en Estados Unidos no bajó del 70 por ciento. Los “confiscadores fiscales”, según la concepción tributaria neoliberal, fueron “populistas” tan significados como F. D. Roosevelt, Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford y Carter. La involución conservadora de Reagan dio al traste con el modelo que había sido objeto de consenso en Estados Unidos y en Europa.

Pasamos a la tercera prueba.

-Pensemos en otro país. Allí tienen nacionalizada la electricidad. También la principal compañía aérea, la empresa que da servicio telefónico a toda la nación y las que suministran el agua. Además es propiedad del Estado la primera siderúrgica, que representa el 90 por ciento de la producción del país.  Está nacionalizado el transporte interurbano por autobús y por supuesto los ferrocarriles y los aeropuertos. Pero, no sólo eso, son del Estado la primera empresa de fabricación de automóviles y la compañía que ejerce de hecho el monopolio del petróleo, entre otras muchas.

A estas alturas del juego nadie cae ya en la trampa de pensar que se trata de un régimen bolivariano. Pero, podría ser…¿alguna dictadura populista y atrasada? No. Tampoco. Hablamos de Gran Bretaña, entre 1950, en realidad bastante antes,  y 1979. En ese año accedió al poder la involución conservadora, con Thatcher a la cabeza y vendió este capital público por 30.000 millones de libras. Sería para favorecer el crecimiento. Es el argumento empleado. Pues entre 1950 y 1979, en medio de tanta nacionalización, la economía británica creció más que en periodo posterior:   una media de 3 por ciento. Desde la ola privatizadora el crecimiento, que teóricamente justificaba la privatización en masa, ha sido menor: del 2,4 por ciento.

Son tres ejemplos de Alemania, Estados Unidos y el Reino Unido. Y  explican  que hay otras formas de organizar la vida económica. La implantación generalizada del modelo neoliberal con la irrupción de la Revolución Conservadora, que trajo Reagan y Thatcher, no sólo ha tenido las consecuencias que todo el mundo sabe, con el estallido de la crisis financiera en 2008. Trajo algo casi peor: la eliminación completa de cualquier otra forma de entender la política económica.  Hizo pensar a los ciudadanos que no hay otra alternativa, que la economía es así, con los pequeños matices que introduzca la alternancia política. Cualquier otra cosa, se hace ver, es voluntarismo insensato o populismo fácil, que pone en riesgo a los ciudadanos. El grave riesgo que los ciudadanos han asumido en cambio se materializó con la crisis y esa forma de entender la economía. Y no sólo se transmitió este dogma a la gente de la calle. Las facultades de economía arrinconaron otros modelos en sus enseñanzas y la mayoría de los economistas aceptaron el dogma. Tanto es así que se le bautizó con la expresión “pensamiento único”.

Los tres ejemplos citados son una sencilla muestra de que ese dogma del pensamiento único es una falacia.


Esto no ha sucedido sólo en los últimos 40 años.  John Keynes hacía referencia en 1936 al dogma económico de entonces, que con matices es el mismo que el actual, lo denunciaba y explicaba así la razón de su dominio incontestable: “le dio autoridad el hecho de que podía explicar muchas de las injusticias sociales y aparente crueldad como un incidente inevitable en la marcha del progreso, y que el intento de cambiar estas cosas tenía, en términos generales, más probabilidades de causar daño que beneficio; y, por fin, el proporcionar cierta justificación a la libertad de acción de los capitalistas individuales le atrajo el apoyo de la fuerza social dominante que se hallaba tras la autoridad

lunes, 2 de junio de 2014

CINCO ESTAMPAS POSTELECTORALES

La indiferencia de los mercados, los tópicos para explicar el lógico desapego de los ciudadanos, la banalidad como respuesta al desastre, la adhesión a la sorpresa electoral  o búsqueda atropellada de tesis descalificadoras de la misma, componen el mosaico de estampas de una semana postelectoral


Una. La bolsa va a su bola.

Ningún indicador como la bolsa ha reflejado de manera más fría lo que para la economía han sido las elecciones al Parlamento Europeo. Tras el revuelo político ocurrido la Unión Europea en estos comicios, la bolsa amaneció el lunes con subidas que se fueron haciendo más pronunciadas según transcurría la jornada y así siguió el resto de la semana. El primer ministro francés había llamado terremoto a lo sucedido en los comicios, en el Reino Unido los conservadores en el gobierno  se habían hundido, mientras triunfaba la opción de sacar a Gran Bretaña de la Unión Europea. Merkel había perdido 6 puntos respecto a la anterior consulta. En Grecia había ganado el partido que está dispuesto a decir no a la Troika. Y en España los dos partidos que han dominado de manera total la gobernación del país no llegaban al 50 por ciento.
¿Por qué la bolsa no reaccionó a esto con preocupación cómo los gobernantes europeos? No lo sé. Pero sólo encuentro una explicación coherente: a los que deciden comprar y vender cantidades masivas de acciones en bolsa les da igual quien esté en el Gobierno. La experiencia les ha dicho que en realidad los que mandan son los mercados. Los gobiernos se someten a su voluntad. La impasibilidad de la bolsa es la muestra más palpable de lo bajo que ha caído la democracia, es decir la acción política decidida por los ciudadanos.

Dos.  Un esfuerzo de pedagogía.

El Partido Popular puede haber encontrando ya la solución a la pérdida de 18 puntos en los comicios europeos: “recuperar crédito electoral, ahora que la estabilidad está garantizada, para avanzar en el camino de la recuperación económica” y que el partido “no se detenga un minuto, que retome la iniciativa política y que haga un esfuerzo de pedagogía explicativa a los ciudadanos”. ¿Es Rajoy el que lo ha dicho? No. ¿Es Cospedal tras la reunión de la ejecutiva del PP el pasado lunes? Tampoco. Es lo que un periódico recogió de lo dicho por Zapatero en octubre de 2010, cinco meses después de que en mayo inaugurase, por orden de la Unión Europea, la etapa de la austeridad. Un año antes de que eso supusiese el hundimiento para su partido.  Cospedal dijo algo muy parecido el lunes pasado: pidió “un esfuerzo de pedagogía, de comunicación, más intenso”. Lo de más intenso debía ser porque Rajoy ya había pedido a los suyos en junio del año pasado “un esfuerzo de pedagogía para explicarlas –las reformas- a los ciudadanos”. De este juego de cubiletes parece entenderse que el problema es no haber sabido explicar a los ciudadanos que si les despiden las empresas con más facilidad y menos indemnización es por su bien o que si ahora les pueden bajar el sueldo más fácilmente es en su beneficio. Lo que falta es explicarlo.

 Tres. ¿Congreso abierto…cerrado?

Del debate entre los socialistas sobre su hundimiento no sé qué decir. Mientras escribo esto llevo un rato dándole vueltas…y no hay manera. Lo mejor que encuentro para entrar en materia es esa frase de Rubalcaba de que “la gente lo está pasando muy mal y hay gente de que se acuerda de que esto empezó cuando estábamos en el gobierno”. Reflexión que debería llevar a tener paciencia y esperar a que a la gente se le olvide. También he escuchado eso de que “hay que abrirse a la sociedad”,  Es el argumento que emplean algunos para situar  ese apasionante debate de si debe haber primarias antes de un Congreso, para pasar después a si la secretaria o secretario general debe ser elegido o elegida por los militantes o por los delegados. Es un asunto que a los ciudadanos “que lo están pasado muy mal” les apasiona. Sobre todo por la vacuidad del debate, con propuestas tan manidas como “abrirse a la sociedad”. Se puede hacer la prueba,  buscar en Internet y encontrar que esa obviedad la propugnan instituciones tan variopintas como el PP, la Diócesis de Segorbe-Castellón, Izquierda Unida, los Servicios de Defensa e Inteligencia del Estado, la Confederación de Empresarios de Zaragoza, el Tribunal de las Aguas de Valencia o una logia masónica. Así como el PSOE, naturalmente.  
   
Cuatro. ¿Dónde estaba el 15 M?

Más de un  millón doscientas mil personas llevan desde el domingo 25 hasta ahora reconociéndose autores de la sorpresa electoral. Pero llama más la atención la  reacción del resto. El carácter secreto del voto hace imposible sacar más conclusiones, pero se escuchan comentarios de muchos otros atribuyéndose parte del éxito de Podemos sin que posiblemente les hayan votado. Otros llevan siete días elaborando a marchas forzadas sus tesis descalificatorias contra la formación que se ha pasado de la raya, consiguiendo cinco escaños, parece que sin permiso alguno. La acusación de que su dirigente, Pablo Iglesias, se ha aprovechado de su capacidad para hablar en televisión parece un sarcasmo, cuando las dos fuerzas mayoritarias se pasaron la campaña electoral ocupando espacios de televisión, radio y periódicos empleando tópicos y diciendo simplezas que a la gente les traen sin cuidado: ¿Quién se acuerda ahora del enfrentamiento entre un candidato machista y una candidata justamente ofendida? Pues fue ese el eje de la campaña electoral, aunque a estas alturas nos parezca increíble, en un país donde “la gente lo está pasando muy mal” y no por una catástrofe natural, sino por la acción del hombre, de los hombres que gobiernan.

Cinco. No lo vimos.


En la última estampa se plasma al retratista. Creo que las elecciones europeas eran una herramienta útil para conocer el poder de penetración de los medios de comunicación profesionales, frente a la multiplicidad de medios dispersos alternativos que han aflorado al calor de Internet. El resultado de la evaluación no hace falta ni mencionarlo. No me refiero sólo a las redes sociales, sino a mucho más que eso: blogs, televisiones artesanas, periódicos alternativos y demás. Tampoco hablo aquí de la dicotomía entre medios convencionales (papel, televisión, radio) y digitales. A estas alturas el periodismo dispone claramente de más capacidad digital que cualquier bloguero, trabaja en las redes sociales y estudia profusamente la manera de sacar el mayor partido posible a esos nuevos instrumentos, aunque aún les falte mucho para completar su transformación. Pero hay algo por encima de esto: el contenido que transmiten esos instrumentos, la sensibilidad para captar las preocupaciones sociales, el razonamiento crítico para explicar lo que pasa. Según el escritor vienés Stefan Zweig  “obedeciendo una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época”. Parece que en estos momentos nos está negando no sólo conocer los grandes, sino también los más pequeños movimientos.  

jueves, 24 de abril de 2014

EL ANTÍDOTO PROHIBIDO. La deflación (II)

Cuando se disparaba la inflación, el Banco Central Europeo pedía a los gobiernos que controlasen el gasto y a los agentes sociales subidas salariales  pequeñas. ¿No debería ahora pedirles más gasto y mayores salarios para conjurar la deflación?
“El consumo -para repetir lo evidente- es el único objeto y fin de la actividad económica”
J.M. Keynes

Ciertamente es una tarea arriesgada elaborar una tesis que aparente solvencia con el propósito de defender, por ejemplo, una política económica contestada o que responde a intereses sólo de una parte pequeña de la sociedad. Es arriesgado, porque se corre el peligro de contradecirse con el paso del tiempo. Y el caso de la deflación puede ser un ejemplo. Hablamos de bajadas generales y continuas de los precios.   .
Contábamos en el anterior artículo que la deflación es el mal de las economías que han sido sometidas al tratamiento que viene recibiendo España: la austeridad económica y la llamada devaluación salarial. Por ello, se explica que los que defienden ese tratamiento se hayan resistido a reconocer su posible y grave efecto secundario. Si así fuese podrían verse en la obligación de recomendar la suspensión de tal tratamiento. Eso explica el sinsentido semántico de llamar a la deflación “inflación negativa”, un contradiós que se parece a la expresión “avance estratégico sobre la retaguardia”, utilizada por  la propaganda de los alemanes durante su huída de Francia tras el desembarco de Normandía. Yo he escuchado o leído ese doble palabrejo absurdo al menos a dos economistas prestigiosos de nuestro país.
Volvemos a las tesis arriesgadas para defender una política económica. El 15 de mayo de 2013, Antoni Espasa, para algunos la mayor autoridad económica de nuestro país en variación de precios, escribía: “Deberíamos observar más y mayores caídas de precios, lo que no habría que ver como un peligro de espiral deflacionista, sino como un ajuste necesario para reavivar la demanda.” Casi un año después, el pasado 29 de marzo, cuando esa política ha provocado más y mayores caídas de precios, seguía sin contemplar una espiral deflacionista, pero aseguraba: “el escenario de importante moderación de la demanda es lo suficientemente preocupante como para que se consideren con urgencia medidas que eviten la entrada en deflación”.  
Otra autoridad en la materia. Ángel Laborda, escribía en noviembre del año pasado: “Hay que descartar la deflación...Es la devaluación interna a la que muchos se resisten. Una medicina amarga, como la de reducir la deuda, pero no hay más remedio que tomarla. Tomar falsos atajos o medidas en contra solo serviría para prolongar la crisis”. Cuatro meses más tarde, el mes pasado, era igual de rotundo, pero en otros términos, “Se publicaron dos indicadores de precios, que de nuevo nos hicieron pensar en la temida deflación…Variaciones de los precios tan bajas o negativas no ayudan a salir de la crisis”.
Esto no tiene por objeto señalar contradicciones. Tampoco valorar pronósticos. Sigo sin saber si habrá o no deflación persistente. Me he referido a lo anterior para hablar de las medidas que se emplean para evitarla. Ese era el objetivo.
El Banco Central Europeo ha dicho ya que hará todo lo necesario para conjurar el riesgo de deflación. No lo ha hecho aún. Hay quien estima que el solo anuncio de que actuará evitará la deflación. Lo dicen porque interpretan la variación de los precios de consumo del mismo modo que la variación de los precios de la bolsa. Estos suben y bajan en función de expectativas, no de hechos reales. En la bolsa es la especulación el motor principal que hace variar los precios. Pero en el consumo es sobre todo el poder de compra del consumidor el que determina que el precio suba o baje. Y no acierto a comprender cómo una sola promesa del presidente del Banco Central Europeo puede llenar los bolsillos de un asalariado  y consumidor español.
Pero pasemos de los anuncios a los hechos. Para contrarrestar el peligro de deflación, el BCE tiene varias actuaciones posibles. La primera es bajar aún más el tipo de interés que pone a los bancos para prestarles dinero. Ahora es el 0.25 por ciento. Podría llegar a no cobrarles interés. También podría cobrar a los bancos por el simple hecho que guarden su dinero en el BCE sin usarlo, como hacen en gran medida, ahora sin coste alguno. Podría hacer préstamos masivos a esos mismos bancos, más allá de lo mucho que ya les presta. Y el último paso: el que dio Estados Unidos, Japón o el Reino Unido. Comprar títulos de deuda pública. Al cambiarlos por dinero fresco, aumentaría la cantidad de euros en la economía. Esto último es lo que llaman “medidas no convencionales”, porque no figura en el protocolo asiduo de los bancos centrales, es algo excepcional. Todo en suma con el objeto de que haya más dinero disponible. La duda es si ese dinero estaría disponible para el que debe consumir y evitar la deflación.
Y aquí volvemos al comienzo, el consumo lo hacen preferentemente los ciudadanos, en su mayoría asalariados, y estos tienen restringido su acceso al dinero por varias vías. La primera restricción viene de su salario, congelado o reducido. La segunda, de la reforma laboral. Esta, además de propiciar la devaluación salarial, ha hecho que quien pierde el empleo tenga garantizado menos dinero de indemnización. Eso significa que ha visto reducida  su solvencia para conseguir dinero prestado de un banco. Y la tercera restricción es el desempleo de larga duración. Si estar en paro dificulta el consumo de una persona, estarlo durante mucho tiempo lo dificulta mucho más. Y el paro de larga duración aumenta de manera galopante. En los últimos dos años ha aumentado el 27 por ciento, casi tres veces más que el paro en general. Y lo sigue haciendo todavía. Ahora representa la mitad de todos los desempleados. Hace dos años era el 44 por ciento. Mientras, los que cobran un subsidio, que iría inevitablemente al consumo, se reducen mes a mes. En 2011 recibían subsidio el 74 por ciento de los parados. Ahora, sólo el 61 por ciento.
Pero el consumo lo hacen también el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Y tienen igualmente restringido el gasto. En su caso no sólo por el simple procedimiento de adquirir menos cosas o encargar menos trabajos, sino además practicando la deflación forzosa: dado que se trata del primer consumidor del país, puede imponer precios más bajos.
Si el Banco Central Europeo pusiera más dinero en la economía, no aseguraría que éste llegue a los que consumen, por lo que hemos explicado. Hay otras medidas. En alguna ocasión, cuando los precios subían en exceso el Banco Central Europeo ha pedido a los gobiernos de la Zona Euro que controlasen el gasto para combatir la inflación. La razón es la que he comentado antes, pero en ese caso en sentido contrario. ¿No debería ahora pedir que aumenten su gasto para evitar el riesgo de deflación? Al tiempo, solicitaba a empresas y sindicatos que pactasen subidas salariales que no incentivasen la espiral inflacionista. ¿No debería ahora pedirles que pacten incrementos salariales que eviten la espiral deflacionista?

Pero muy posiblemente topamos con lo dicho al comienzo: actuaciones con aparente solvencia con el propósito de defender una política económica contestada o que responde a intereses sólo de una parte pequeña de la sociedad.

domingo, 20 de abril de 2014

EFECTOS ADVERSOS. La deflación (I)

Si los asalariados ganan poco, cualquiera que quiera venderles buscará bajar el precio para conseguirlo. En la vida social, si uno compra más barato otro ingresará menos. Y si continuamos, cuando una empresa ingresa menos, buscará pagar menos a sus trabajadores.
“La prosperidad mal entendida, puede ser la causa de las peores adversidades”.
Daniel Defoe.
Robinson Crusoe.


A  la economía de la Zona Euro se le ha diagnosticado una posible patología que hasta ahora no había padecido. Y España es uno de los países donde se describen los mayores síntomas. Hablo del riesgo serio de deflación, de que entremos en un periodo de bajadas generales y continuas de precios.
No me dedicaré a pronosticar si esto se va a producir o no, sencillamente porque no lo sé. Y la experiencia me ha dicho que los que lo hacen tampoco. Si es así, ¿por qué la preocupación por semejante fenómeno? 
En primer lugar, el riesgo se percibe porque la deflación es el mal de las economías que han sido sometidas al tratamiento que han recibido y viene recibiendo España y muchos de los países de la Zona Euro. En concreto la austeridad económica y la llamada devaluación salarial. La austeridad se centra, dicen las autoridades, en la determinación de que el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos restrinjan su gasto. En España, estas instituciones públicas hacen el 45 por ciento de todo el gasto del país, luego esa austeridad, de hecho afecta a casi la mitad de la economía. La otra parte de la receta, la devaluación salarial, consiste en rebajar los sueldos de los trabajadores. Y lo cierto es que ambas cosas: el Estado y salarios, son los que compran la grandísima mayoría de lo que España produce.
El mecanismo es claro: si el Estado quiere gastar menos forzará a los que compra  o encarga trabajos a que se los vendan o hagan más baratos. Es lo que haría cualquiera si estuviese en su mano. Si los asalariados ganan poco, y muchos de ellos menos que poco, por estar en paro, cualquiera que quiera venderles buscará bajar el precio para conseguirlo. Todo esto sería muy bueno para uno solo. Pero las cosas no son así. En la vida social, si uno compra más barato otro ingresará menos. Y si continuamos, cuando una empresa ingresa menos, buscará pagar menos a sus trabajadores. Si esto afecta al conjunto, esa empresa deberá también vender sus productos más baratos, porque los trabajadores de otras empresas también habrán visto reducir sus salarios y sólo podrán comprar si les bajan los precios. Ese es el circuito que provoca un empequeñecimiento de toda la actividad económica.
Esos son los síntomas. Y eso explica que el Fondo Monetario Internacional en su último informe sobre la economía mundial señale que “en la zona del euro la inflación ha retrocedido de manera ininterrumpida desde 2011”. Rajoy y el ministro Montoro han venido interpretando públicamente que esto es un éxito de nuestra economía. No sé si lo han hecho como simple propaganda (es lo más posible) o por ceguera, pero el FMI añade: “En la zona del euro, en un contexto de débil recuperación el bajo nivel de inflación, así como en algunos países la presión deflacionaria, continúan siendo el principal motivo de inquietud”. Y luego señala a España como el único país con alto riesgo de deflación. En los demás, el riesgo  existe pero es menor.
En segundo lugar, vayamos a las consecuencias. ¿Qué ocurriría si los precios bajasen de forma generalizada y continua? Las consecuencias serían múltiples y ninguna buena.
Primero, las empresas deberían vender sus productos, o sus servicios, a un precio inferior al que esperaban. Eso deterioraría su negocio. Por ejemplo fabricarían un producto, por el que no irían a obtener lo previsto. Les iría mal incluso si vendiesen. Y no se quedarían paradas: bajarían aun más los salarios o despedirían empleados si tuviesen margen. Además, correrían el peligro de producir en el futuro a unos costes sin saber si no les quedaría otra  salida que vender luego más barato. En ellas  se instalaría la incertidumbre.
Segundo: Las personas con posibilidades de comprar productos duraderos, como un coche, sustituir el ordenador o renovar sus muebles, posiblemente esperarían ante la posibilidad de que en el futuro fueran más baratos.  En contra de lo que pueda pensarse, se desalentaría cierto consumo.
Tercero. Las deudas aumentarían de hecho para el que las tuviese. Supongamos que alguien, el Estado, una empresa o un particular, debe 100.000 euros. Si los precios bajasen el uno por ciento pasarían a suponer 101.000 euros en términos reales, de valor  real  de ese dinero. Al que los debe le costaría mil euros más devolver el préstamo. La deflación es mala para el que debe dinero y buena para el que le deben. En España, el Estado, pero también las familias y las empresas, tienen deudas importantes que con la deflación engordarían, exactamente lo contrario de lo que ocurriría  si hubiese inflación.
Cuarto. Al que tiene dinero le alienta para que lo atesore sin invertirlo en una actividad productiva. Sin arriesgar ese dinero en un negocio verá como cada vez vale más, porque las cosas que puede comprar con él valen menos. La deflación fomenta el dinero ocioso o prestado sólo a un interés fijo.

¿Cómo responder por tanto ante el riesgo de deflación? El Fondo Monetario Internacional, y numerosos economistas han pedido al Banco Central Europeo que actúe. Éste, como todo banco central, es el responsable oficial de preservar el valor del dinero. Por eso tiene encomendado  evitar que haya excesiva inflación. Ésta reduce el valor del dinero. Pero no se plantea hacerlo de manera total. El crecimiento económico va inevitablemente acompañado de cierta subida de los precios. Por ello el Banco Central Europeo establece que lo adecuado para combinar la estabilidad de la moneda y el crecimiento es que los precios suban ligeramente por debajo del dos por ciento anual. Por encima de ese porcentaje deberá actuar para impedirlo ¿Y por debajo de él? Si nos creemos esa regla de la estabilidad del dinero, también debería actuar. Los precios vienen subiendo en la Zona Euro claramente por debajo del objetivo desde hace al menos ocho meses y la cosa va a más. Mario Draghi, presidente del BCE, ha anunciado ya que actuaría. Pondría más dinero en la economía. ¿Sería eso suficiente? ¿Es dinero lo que falta? ¿O es que éste llegue a los que tienen que  gastarlo? La respuesta daría solución al problema. Pero su lectura seguida generaría otro: haría este artículo largo y pesado. Por ello lo dejo para uno posterior, que se podrá leer en unos días.

lunes, 17 de febrero de 2014

LOS SINDICATOS Y EL PROFESOR POLACO

El principio de que los derechos laborales y salariales son limitaciones con que debe contar la empresa a costa de su rentabilidad se está quebrando. Desactivar a los sindicatos es condición necesaria para rematar la faena.

 Le dio autoridad el hecho de que podía explicar muchas de las injusticias sociales y aparente crueldad como un incidente inevitable en la marcha del progreso.                 J.M.  Keynes.                                                               
      
Debía ser en 1989 o ya en 1990. Tuve la oportunidad de escuchar las opiniones de un profesor de economía polaco. No recuerdo su nombre. Había venido a Madrid a participar en unas jornadas organizadas por la UNED. En Polonia acababa de caer el régimen comunista, merced al levantamiento del sindicato Solidaridad, liderado por Lech Wallesa. Se había establecido un régimen de libertades y el citado profesor era una figura emergente en ese nuevo tiempo. Preguntado por el papel de los sindicatos, el profesor aseguró que su actividad era negativa. Habían vuelto las libertades civiles, pero también las libertades económicas. Y aducía que los sindicatos  impedían el libre mercado, al condicionar con su acción la retribución de los asalariados, que, en su opinión, debía fijar sólo el mercado, como en el resto de las cosas.
Se daba la sorprendente contradicción de que el agente que había conseguido las libertades, un sindicato, que había hecho posible la actuación pública del citado profesor, era un obstáculo para el libre mercado. Pero el desagradecido economista tenía razón. Los sindicatos son un obstáculo al libre mercado. Este, en su funcionamiento pleno, debería permitir que el empresario pagase al asalariado la menor cantidad de dinero posible para conseguir así el máximo beneficio posible, y poder contratar en cada momento a los asalariados que, pudiendo hacer el mismo trabajo, estén dispuestos a trabajar más tiempo por menos dinero.
Lo arriba citado, que sería lo normal en una economía de libre mercado, no sucede afortunadamente en España para los casi 14 millones de asalariados, el 82 por ciento de los que trabajan en nuestro país. Tampoco en otros países, al menos en los desarrollados. La causa de que no ocurra no está en una mejora del libre mercado. Es un contrasentido afirmar  que mejora la rentabilidad de la empresa el que esta no busque en cada momento el menor coste de su mano de obra.
No ha sido así en España, ni en los otros países del mundo desarrollado, por la acción histórica de los sindicatos. Estos realizaron desde el último tercio del siglo XIX hasta  la segunda mitad del XX una intensa presión social para conseguir leyes que protegían a los asalariados de los efectos racionales del mundo empresarial, cuyo objetivo es producir al mínimo coste. Y coste no es sólo el salario en dinero. También lo es la limitación de la jornada laboral, la estabilidad obligatoria del trabajador en la empresa, cuando esta podría prescindir de muchos de ellos en numerosos momentos, o el aseguramiento del asalariado en la Seguridad Social para garantizarle un sustento cuando se jubile.
Y no sólo eso. Los sindicatos también consiguieron el instrumento básico para asegurar salarios y condiciones de trabajo más allá de las estrictamente deseables para la rentabilidad de una empresa. Se llama negociación colectiva. Es la forma de lograr que todos y no sólo algunos disfruten de esas garantías. En ese caso, la acción de los sindicatos no es sólo un logro histórico, sino que es algo  permanente, porque los salarios varían con el paso del tiempo, y la organización interna de la empresa también.
Tenía razón el ortodoxo profesor neoliberal polaco. La intromisión de los sindicatos impide el verdadero funcionamiento del libre mercado, y por consiguiente dificulta a la empresa obtener los máximos rendimientos, al tener que acometer esos sobrecostes que el libre mercado no tenía por qué imponerle. Parecerá que esas “obligaciones” y limitaciones que se le imponen a la empresa son consustanciales con las relaciones humanas. Pero no es así. Los empresarios hace 150 años no tenían esas limitaciones y eran personas emprendedoras, amantes de la innovación que traía la industria. La contrapartida eran las pésimas condiciones laborales que padecía el trabajador, o lo que es casi lo mismo, la gran mayoría de la población, merced al libre mercado.
Esa ha sido la razón de ser de los sindicatos. Su instrumento es la presión conjunta del colectivo de asalariados para conseguir mejores condiciones que las estrictamente determinadas por la obtención de los máximos rendimientos empresariales.
El resultado obtenido fue que el sistema productivo debía actuar con unas limitaciones: contratos que garantizaran la estabilidad laboral del asalariado, horas máximas y mínimas para que el empleado pudiera obtener un salario digno, aportación empresarial al seguro social por si el trabajador queda sin empleo o se jubila. Y por supuesto una retribución aceptada por el conjunto de los asalariados.
El logro fue enorme. Se trataba de que la empresa debía adecuar su rentabilidad a estas limitaciones, en lugar de que los asalariados hubieran de amoldar sus condicionales laborales, y por tanto sus condiciones de vida, a la rentabilidad de la empresa. Todo, la competitividad, el crecimiento, la maximización del beneficio estaba condicionado por este principio. Eso es lo que hacía posible una existencia digna para la mayoría.
Pero había contrapartidas positivas para el mundo empresarial: un aumento de los salarios del conjunto de los trabajadores aumentaba en igual proporción su capacidad como consumidores de los bienes que producen las empresas. Hizo posible también una aceptación sin sobresaltos del sistema económico vigente, contestado en muchos momentos con revoluciones o levantamientos populares. Fue la llamada paz social.
Ahora las cosas están cambiando. En el mundo desarrollado las condiciones de vida son mucho mejores que antes, pero el principio de que los derechos laborales y salariales son condicionantes con que debe contar la empresa a costa de su rentabilidad se está quebrando. No es la primera vez que ocurre. Sucedió en el Reino Unido con la llegada al poder de Margaret Thatcher y en Estados Unidos con Ronald Reagan. Para conseguirlo no sólo les bastó con ganar las elecciones. Fue preciso otra cosa: eliminar la influencia de los sindicatos sobre los asalariados. Esto es condición necesaria para volver al principio que defendía el profesor polaco.

Los sindicatos no son ni más ni menos virtuosos que los demás. No son un engranaje del sistema político. Son el instrumento para que los asalariados, es decir, la inmensa mayoría de la población, puedan gozar de derechos laborales y garantizarse salarios adecuados. Desactivarlos es la única forma de conseguir eso que defendía el profesor polaco: que rija en toda su plenitud el libre mercado.